El milagro

Gerhard Richter, Tow Candles.
Imaginemos, como proponía Wittgenstein en su famosa Conferencia de Ética, que por un momento somos testigos, incluso protagonistas, de un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos contemplado nada parecido. Ante nosotros, por ejemplo, o dentro de nosotros mismos, se está produciendo un milagro. Todo el mundo sabe, más o menos, qué significa "un milagro". Una cabeza de león crece en el lugar donde antes había permanecido nuestra cabeza o una tercera mano surge de pronto del centro del pecho. Wittgenstein sugiere que, en este caso, lo más aconsejable sería buscar un médico e investigar científicamente el caso; incluso, si no fuera porque esto conllevaría sufrimiento, sería muy conveniente practicar una vivisección. La cuestión es que, con la llegada de la ciencia al lugar de los hechos, la situación cambia radicalmente. El modo de ver las cosas propio de la ciencia no es el de verlas como un milagro. Concluida la investigación los hechos se agruparían, junto con otros hechos similares, en el correspondiente sistema científico. Llegados a este punto, Wittgenstein pregunta: ¿dónde estaría entonces el milagro?
Esta interpretación (algo personal, lo reconozco) del contenido de la conferencia también sugiere la posibilidad del encantamiento; algo más adelante, Wittgenstein afirma: "voy a describir la experiencia de asombro ante la existencia del mundo diciendo: es la experiencia del ver el mundo como un milagro".
Ahora imaginemos que, ante nosotros, dentro de nosotros mismos, se desvela en toda su potencia simbólica una obra de arte nunca antes concebida. Sí, de acuerdo, ya sé que quizá sea imaginar demasiado, porque todos sabemos que el arte de nuestros días no se prodiga precisamente en concepciones milagrosas; no obstante, sigamos con el juego: imaginemos por un momento. Como espectadores de esa obra desconocida, como aficionados al arte, sabemos que no podemos decir demasiado acerca de ella. Estamos ante una actividad que se da a sí misma sus propias reglas en un juego infinito; unas reglas indemostrables e inútiles; una actividad que afirma de sí misma ser portadora de grandes significados, significados que, sin embargo, muy pocos entienden. A pesar de todo, no cabe ninguna duda: estamos ante un milagro. Alguien propone entonces acudir a la ciencia en busca de herramientas para intentar explicar lo inexplicable. El arte se transforma, con la llegada de la ciencia, en Historia del Arte, en objeto de laboratorio, o, lo que es más preocupante, en un apéndice insignificante de soportes tecnocientíficos. La obra permanece allí, no cabe duda, delante de nosotros, pero pasado un tiempo no tardamos en preguntarnos: ¿dónde quedó el milagro?
Es cierto que la ciencia, aunque pudiéramos pensar lo contrario, no es ajena a la experiencia estética. Paul Dirac afirma, por ejemplo, que fue su sentido de la belleza lo que le permitió descubrir la ecuación del electrón convencido de que, en sus ecuaciones, resulta más importante tener belleza que hacer que cuadren con el experimento. En En La estructura de las revoluciones científicas, Thomas S. Khun reconocía que la importancia de las consideraciones estéticas, en el devenir de la ciencia, puede ser a veces decisiva. Y Steven Weinberg añade que no aceptaría ninguna teoría como teoría final a no ser que fuera bella. Al parecer, en la búsqueda de las partículas elementales, en la lucha por encontrar los fundamentos últimos de la materia, los criterios estéticos acaban ocupando el lugar destinado a la verificación; pero sigo pensando que la ciencia tiene como objetivo el valor de las respuestas y que recurre a soluciones metafóricas cuando se encuentra, insegura, ante callejones sin salida; es entonces cuando aparece la necesidad de flexibilizar el método científico y de entregarse a especulaciones más subjetivas. Lo propio de la ciencia, sin embargo, no es propiciar el milagro sino resolverlo, clasificarlo, superarlo, ponerlo al servicio del hombre despojado de misterio y más allá de la necesidad de la búsqueda de todo sentido; la locura de Hölderlin, por ejemplo, puede ser explicada poéticamente, pero la ciencia prefiere hacerlo desde su propio método cognitivo. Y está bien que así sea, porque gracias a ello la humanidad se ha beneficiado de los descubrimientos de Watt, Pasteur, Koch o Siemens. (Como escribe Peter Sloterdijk, "sus prestaciones tal vez puedan rechazarse hoscamente, pero esto sería un gesto de humor, no de justicia").
El científico Francis Crick, fallecido recientemente, dedicó los últimos días de su vida a demostrar la inexistencia del alma humana entendida como algo sobrenatural o mágico, localizando la conciencia y el alma de los humanos en un grupo determinado de neuronas del cerebro. Completamente convencido de que el comportamiento de nuestros cerebros puede ser íntegramente explicado por la interacción de las células cerebrales, sus avances en neurobiología convierten lo que antes denominábamos "estados de ánimo" en simples estados químicos regulables farmacéuticamente, que apuntan a demostrar que las funciones hasta ahora atribuidas al alma son en realidad operaciones del cerebro. Ya no podremos exclamar nunca más aquello tan socorrido de ¡me duele hasta el alma!, porque la ciencia tiende a extender su verdad científica sobre todos los entes entendidos como posibles objetos de estudio. En cambio, la función del arte (ahora más filosofía que nunca) se desarrolla en las arenas movedizas de todo aquello que pide sentido, en la inquietud inexpresable o inefable de aquello por lo que el hombre intenta dar sentido a su vida y ser feliz; cada milagro, entendido como concepción o alumbramiento, pertenece a nuestra incógnita más profunda y forma parte de nuestro habitual existir en el mundo. La frontera entre Arte y Técnica, o entre Arte y Ciencia puede estar derrumbándose, pero no está de más recordar nuestras necesidades y el papel que desarrolla cada actividad en la aventura humana. El ordenador puede ser una prótesis de nuestro cerebro, pero será el uso que de él hagan los hombres, los artistas del futuro, lo que dará significado a su presencia. La ciencia, por sí sola, seguirá avanzando apoyándose en su discurso dominante, pero necesitará de la ayuda de un ciego para encontrar sentido a su camino; en el fondo, aun en el caso de que llegue a explicarlo casi todo, quedaría en pie aquello que de verdad importa al hombre:
Sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas fuesen contestadas, los problemas de nuestra vida ni siquiera habrían sido rozados. Por supuesto que ya no queda pregunta alguna; y esa es precisamente la respuesta.
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JuanPablo -
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